jueves, 26 de marzo de 2009

Edmond Hamilton y la Evolución


Para el año de 1859, Charles Darwin publicaba un libro con evidencia abrumadora a favor de los cambios que sufrían las especies a través del tiempo. EL ORIGEN DE LAS ESPECIES vendría a cambiar la visión de los biólogos (previamente llamados naturalistas) sobre los procesos de adaptación y de especiación de toda la biodiversidad que habita este planeta.

Hoy en día la evidencia varía desde los argumentos biogeográficos hasta los paleontológicos. Los procesos y patrones evolutivos son un tanto azarosos y dependientes de toda una serie de factores ambientales y genéticos. Hay que resaltar que la evolución no lleva un camino predeterminado y por más que evolucionistas ocurrentes especulen sobre el futuro de las especies, no conocemos todos los posibles caminos que éstas puedan tomar.

Para la década de 1930, Edmond Hamilton, autor consagrado de ciencia-ficción que firmó sus mejores trabajos antes de la Edad de Oro, escribió tres cuentos en especial con una visión un tanto tendenciosa amparada en una interpretación estrictamente personal sobre lo que era la evolución. Uno de los errores de Hamilton fue sugerir que los caminos evolutivos ya poseían en sí un camino escrito y que los organismos (incluido el hombre) tendían hacia la perfección.

En el cuento EL HOMBRE QUE EVOLUCIONÓ, un científico descubre que la radiación cósmica es la causante de los cambios evolutivos del ser humano. Luce a la vista una idea interesante y desquiciada: ¿porqué no concentrar esa radiación hasta obtener el último estadio evolutivo del Homo sapiens? El experimento funciona, aunque una nueva dosis de radiación muestra la terrible verdad: la evolución es circular y cuando el hombre esté en su último estadio evolutivo, al paso del tiempo se convertirá en una masa gelatinosa irregular que derivará nuevamente en las primeras formas de vida. El autor estima que el único factor que produce el cambio en las especies son los rayos cósmicos y que estos cambios tienen una senda previamente establecida. Como comenta Isaac Asimov en la mal llamada antología LA EDAD DE ORO DE LA CIENCIA-FICCIÓN I, esta radiación que llega a la Tierra solamente es un pequeño factor que puede originar algunas mutaciones. El papel de la Selección Natural y de otras fuerzas evolutivas como la migración de los organismos o la endogamia nunca se toma en cuenta.

Si leemos con calma LA GALAXIA MALDITA, nos enteraremos que la vida no surgió por evolución química y molecular, sino por la necedad de una especie de ser de luz. Hasta hoy se sabe que a partir de la combinación de ciertos compuestos químicos simples (vapor de agua, metano, amoníaco, hidrógeno, etc.) se producen compuestos orgánicos complejos incluyendo algunos aminoácidos a partir de reacciones químicas generadas con descargas eléctricas que simulan el papel de la luz ultravioleta. Quizás a partir de aquí surgieron los elementos necesarios para la aparición de los primeros seres vivos sin la acción, necesidad o descuido de algún ente místico o extraterrestre.

Y finalmente, en INVOLUCIÓN, un ser similar a un paramecio gigante visita nuestro planeta. El humano que se encontraba justamente en el lugar y momento adecuados se entera de que el surgimiento de los seres vivos que habitan la Tierra se deriva de una evolución inversa de esa raza de paramecios. Una vez que éstos llegaron a este planeta, degeneraron en seres simples y primitivos: ¡nosotros! Nuevamente vemos que Hamilton pensaba que la evolución tendía a una perfección preestablecida y que la opción contraria consistía en una degeneración de las especies cuando resulta que para aquella época estas ideas decimonónicas ya se habían superado.

El mayor error de Edmond Hamilton fue no leer adecuadamente las teorías evolutivas. Sin embargo, eso no quita que los cuentos mencionados se lean de un tirón y con un gusto más que placentero.
Publicado originalmente en El Sitio de Ciencia-ficción.

viernes, 13 de marzo de 2009

Wall-e y «La ley del uso y desuso»


Imagine usted, estimado lector, que día con día nutre su cuerpo con largos periodos de ejercicio en el gimnasio que queda a la vuelta de su casa. Conforme transcurren los años (y unos cuantos litros de esteroides) desarrollará un cuerpo más que escultural. Posteriormente, y como reza aquella frase de matrimonio y mortaja del cielo baja, se casa con la mujer de su vida y tiene muchos hijos (por el momento no nos peleemos con la planificación familiar) Se da cuenta que como van creciendo sus retoños, éstos presentan en sus cuerpos una musculatura muy similar a la que usted ha desarrollado con gran esfuerzo. Las generaciones pasan y tiene la oportunidad de ver a sus nietos y bisnietos crecer y desarrollar sin mayor cansancio una complexión más que envidiada por todo físicoculturista: lo que ha conseguido es heredar caracteres adquiridos a su descendencia.

Esto realmente ocurriría si la Herencia de los caracteres adquiridos, propuesta por Jean Baptiste Lamarck hace alrededor de dos siglos, fuera un hecho contundente. Lamarck pregonaba que en todos los seres vivos había una especie de fluido nervioso que permitía alcanzar características en función de las necesidades más elementales. El ejemplo clásico que ilustra perfectamente estas ideas era la explicación para el crecimiento del cuello en las jirafas. Originalmente estos mamíferos poseían un cuello corto, pero a falta de alimento y a sabiendas de que las exquisitas hojas se encontraban a una gran altura, el fluido nervioso les habría permitido desarrollar cuellos más largos y heredar esta nueva característica a sus descendientes.

El asunto inclusive podía ser llevado a sus últimas consecuencias: si los organismos utilizaban ciertos caracteres (es decir, las características morfológicas tales como las patas, las mandíbulas, la vista, etc.) en demasía, con el paso de las generaciones éstos se desarrollarían cada vez mejor; pero en cambio, si algunos de éstos ya no se utilizaran, con el paso de las generaciones empezarían a atrofiarse hasta desaparecer casi por completo. A esto se le llegó a conocer como la Ley del uso y desuso.

Hoy en día, a pesar de que algunos desean retomar estas especulaciones decimonónicas, la evidencia indica que ese fluido nervioso y esos cambios por uso o desuso no ocurren en la naturaleza. Por eso resulta más que curioso que en la última obra maestra de Pixar, WALL-E, la idea se haya planteado sin ningún cuidado.

Cuando Wall-e y Eva llegan a las colonias humanas en el espacio, el espectador puede apreciar la total dependencia y deshumanización de los humanos al permitir que las máquinas les hagan todo. Han transcurrido varios siglos y los hombres se han convertido en una suerte de seres gordinflones que no realizan actividad física alguna. Pero lo más curioso aparece cuando vemos que a partir de la falta de uso de brazos y piernas éstos se han ido reduciendo de tamaño y han perdido funcionalidad; una situación que bien no podría ocurrir en la vida real. Lo que sí resulta más que creíble es el sobrepeso producto de la total inactividad que, frente a la falta de medidas preventivas, podría disminuir el promedio de vida del ser humano especialmente por enfermedades como la diabetes, la hipertensión arterial y los infartos al miocardio.

Antes de que algún cinéfilo chileno proteste, he de aclarar que estos detalles no polarizan de ninguna manera la maestría del filme. Disfrutemos la peli por su calidad y profundidad, por la gran historia de amor y por la cada vez mejor animación de los creadores de Pixar que sigue haciéndome dudar si esta empresa debería permanecer al lado de Disney.
Publicado originalmente en El Sitio de Ciencia-ficción.